¿Cómo mueren las democracias?

Hablar de Democracia nos lleva de inmediato a pensar sobre diversos aspectos, tales como: un sistema multipartidista competitivo, el ejercicio del sufragio universal para los ciudadanos mayores de edad que cumplan con los requisitos pre establecidos para ello, la periodicidad en las fechas en que se celebran las elecciones, los mecanismos de seguridad que garanticen la secrecía del voto, así como el acceso por parte de los partidos políticos a los mecanismos de comunicación política previamente establecidos, a fin de que la ciudadanía conozca las distintas propuestas antes de definir el sentido de su voto.

 

En la actualidad, la discusión sobre el nivel de democracia y la calidad de los gobiernos que emanan de las elecciones libres, va más allá de los aspectos que referí en mi reflexión inicial. En el libro ¿Cómo mueren las Democracias? de los profesores de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, se abordan varios ejemplos de acciones totalitarias que probablemente atenten contra lo que debería ser el actuar de las autoridades elegidas para gobernar, de acuerdo a las altas expectativas depositadas en ellos por la ciudadanía, a través del principio del sufragio efectivo.

 

Tomando en cuenta la importancia del equilibrio de los poderes de la Nación y la tarea de garantizar la constitucionalidad de los actos públicos por parte de los tribunales, hago referencia a los casos mencionados en su libro por Levitsky y Ziblatt, que a su entender ejemplifican el desmantelamiento y erosión de la democracia: 1) En Hungría, en 2010, el Primer Ministro Orbán designó personal teóricamente independiente, que en realidad eran aliados de su partido tras recuperar el poder, en áreas como la Fiscalía, Auditoría y el Tribunal Constitucional (el cual aumentó de ocho a quince Magistrados); 2) en Perú, Alberto Fujimori realizó pagos en efectivo de manera mensual y en secreto, a tres jueces del Tribunal Supremo, dos miembros del Tribunal Constitucional, así como a varios jueces y fiscales; y  3) cuando Perón ocupó la Presidencia de Argentina en 1946, cuatro de los cinco miembros del Tribunal Supremo fueron perseguidos hasta alcanzar su dimisión por haber sido sus adversarios y a cambio se designaron integrantes leales al nuevo régimen. En todos estos escenarios se vislumbran prácticas que fomentan el dañino desequilibrio de poderes.

 

Recientemente se han vertido comentarios por especialistas, respecto a la iniciativa que se discute en el Senado de la República, de crear en nuestro país una Tercera Sala en la Suprema Corte de Justicia de la Nación (adicional a la Primera Sala encargada de sesionar los asuntos en materia civil y penal y a la Segunda Sala encargada de sesionar los asuntos en materia administrativa y laboral), para que atienda de manera específica los asuntos anticorrupción, la cual estaría integrada por cinco nuevos Ministros, lo que traería como consecuencia el incremento de la integración actual del Pleno de la máxima autoridad judicial de nuestro país de 11 a 16 Ministros.

 

En mi opinión, estoy sumamente convencido de que es necesario combatir la corrupción que existe en nuestro país, la Ley General del Sistema Nacional Anticorrupción establece un régimen de obligaciones para los funcionarios públicos de los tres niveles de gobierno, aunque su maduración como sistema se encuentra todavía en proceso; no es mi intención añadir ingredientes adicionales a la discusión sobre la creación o no de una Tercera Sala en la Corte, lo que si considero es que el combate a la corrupción debe ser un asunto prioritario en la agenda de gobierno. Algunas acciones relevantes a llevar a cabo podrían ser el reforzar la tipificación y actualizar el catálogo de sanciones correspondientes, así como su debida ejecución, lo cual sin lugar a dudas se vería reflejado en una mayor eficacia y eficiencia en el desempeño de las autoridades encargadas de atender este grave problema.

 

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